Cap. XII
LA PLAZA MAYOR
Había llegado diciembre, en el aire se respiraba la Navidad, era una sensación
difícilmente explicable con palabras, pero es que en Navidad, la calle siempre
olía de manera especial.
Madrid estaba muy frío y por otra parte llovía a intervalos,
por lo que Berta, Mónica y Susana caminaban por los soportales de la plaza
Mayor para guarecerse de la triste metereología.
Hacía ya dos días que las habían dado las vacaciones en el
colegio, y habían decidido quedar, para ver los artículos navideños que como
cada año, se vendían en ese típico
emplazamiento de la capital., y... ¿por qué no decirlo?, su mayor interés era
comprobar las nuevas bromas que habían aparecido en el mercado.
En resumidas cuentas, con las manos en los bolsillos y las
narices rojas, paseaban de un lado a otro sin un duro, ¿la razón? Que en media
hora que llevaban juntas habían sucumbido sus existencias monetarias, pues
fueron invertidas en bocadillos de calamares, bengalas y tres hermosísimos
gorros rojos ribeteados de peluche blanco con un pompón colgando.
Así, disfrazadas de Santa Claus, aspiraban el aroma de la
lluvia fresca y de los abetos recién cortados, mientras observaban con envidia
a aquellos niños que (cargados de artículos que ellas no podían adquirir)
parecían mirarlas con aire de suficiencia.
- ¿Qué podríamos hacer para tener dinero?. – Preguntó
Mónica observando una araña de broma, que un viandante de ocho años se empeñaba
en hacer andar sobre la cabeza de su hermano pequeño.
- Trabajar. – Contesto Berta.
- Y ¿quién nos va a dar trabajo con doce años? ¡a ver!
¿quién?. Además nosotras necesitamos el dinero ¡YA!. Dijo esto tan eufóricamente que no se dio
cuenta que pisaba una botella (que yacía olvidada en el suelo), por lo que pego
un tropezón que casi se mata.
Afortunadamente, había un bosquecillo de abetos bien
mullidos sobre los que caer y que suavizaron el impacto.
- ¡Niña!, ¿pero que haces? ¡que me destrozar er
sustento...!. – Empezó a gritar la gitana que los vendía.
- Lo siento, señora, no lo he hecho aposta, de verdad que
no... – Se disculpó Mónica, mientras precipitadamente, ponía pies en polvorosa
seguida de sus compañeras.
- ¡Uff...! ¡de la que nos hemos librado...!. – Empezó a
decir Berta, pero se calló bien pronto al ver la expresión de su amiga.
Mónica permanecía callada mirando al infinito, Susana y
Berta la observaban interrogantes.
- ¡Tengo una idea!. – Habló al fin. - ¿por qué no cogemos
todas las botellas vacías que encontremos por el suelo?. Si nos dan dinero por
los cascos, podremos comprarnos luego todo lo que queramos.
- Y... ¿cómo las cogemos?, ¿con la mano?. – Preguntó su
hermana con ironía.
- No, acabo de ver unos sacos a la entrada del mercado de San Miguel, sólo
tenemos que coger uno prestado. Uno sólo nadie lo echará de menos, y además
estamos en Navidad, ¿no?, ¿quién no quiere ayudar al prójimo en estas fechas?
Estoy segura de que si los dueños de los sacos supieran
que necesitamos uno, nos prestarían hasta una docena de ellos...
- Bueno venga, deja de hablar..., que estamos hartas de
oírte, ¡sólo hablas tú!. – Arremetió su hermana.
Y diciendo esto, las tres niñas se encaminaron al citado
mercado, donde cogieron sin ningún disimulo uno de los muchos sacos, que se
encontraban tirados en la acera.
Registraron cada centímetro cuadrado de la Plaza Mayor y
alrededores, no hubo cubo de basura que no fuera inspeccionado, ni coche
aparcado que pudiera librar de su destino a los cristalinos sujetos de su
interés.
La gente las miraba con extrañeza, no era corriente ver a
tres niñas bien vestidas transportando un enorme saco de botellas, por otra
parte, los gorros rojos de Papa Noel, les conferían un aspecto muy acorde con
las fechas.
Entraron en una bodega de la Cava de San Miguel, y allí
vendieron el género, tras lo cual siguieron con su labor, trabajaron como
negras durante una hora, al cabo de la cual (y tras reiteradas visitas a la
tienda) los dueños de su improvisada fuente de ingresos, echaron el cierre, y
con muy poca delicadeza las instaron a que no se molestaran en volver.
- Pero... ¡si lo hacemos de buena gana...!. – Se quejaron
las tres.
- Ya..., ya..., pero es que no queda sitio en la tienda
para más cascos vacios.
Ya fuera de la bodega...
- Bueno... Berta, ¿por qué no cuentas el dinero que hemos
recaudado?
- Porque no lo tengo, lo tiene Susana.
Esta se lo estaba sacando del bolsillo, y empezó a
contarlo. – Cien..., doscientas... – Siguió murmurando hasta llegar a la cifra
de. - ¡QUINIENTAS TREINTA PESETAS!
- ¡GUAU...!. – Exclamaron a coro las otras dos.
- Y ahora ¿en que nos lo gastamos?. – Preguntó Susana.
- En lo que queramos, naturalmente, cada una se comprará
en los puestos lo que prefiera, claro está, siempre que no sea muy caro..., y
con el resto ya veremos lo que hacemos... ¿qué os parece?
- Por mi, bien. – Repuso Berta.
- Por mí también. – Añadió su hermana.
De forma que se encaminaron de nuevo hacía la plaza Mayor,
había dejado de llover, y los puestos se hallaban encendidos con maravillosas
luces de colores, que al reflejarse en las brillantes cintas de espumillón, le
conferían un aspecto irreal y mágico.
- ¡Mirad!. – Exclamó Susana señalando una máscara. - ¿no
es preciosa?. – Esta era de Drácula, una fea cara con dos largos dientes, de
donde caían dos largos regueros de sangre pintada.
- ¡Yo me pido eso!
Berta meneaba la cabeza.
- ¿Cómo puedes ser tan morbosa?, hay miles de cosas más...
¡Oh!, ¡venid aquí!. – Sus amigas la rodearon.
Berta tenía entre las manos un sobrecito minúsculo, en el
que unos botoncitos como de medio centímetro de diámetro y anaranjados,
ofrecían la posibilidad a quien los comprara, de tener gusanos en casa,
naturalmente falsos, tan sólo debían mojarse y aparecerían.
- ¿No es magnifico?. ¡una broma genial para mi hermana!.
La señora del puesto se ría viéndola tan emocionada, le
explicó el procedimiento que debía seguir para que la broma funcionara y
terminó muy sonriente y satisfecha.
- ¿Sabes hija?, mi suegra todavía no se ha repuesto de la
impresión.
Berta compró los gusanos.
- Ya solo quedas tú. – Habló Susana a su hermana. - ¿qué
vas a comprarte?
- No sé... – me gustaría comprar alguna broma
también... pero ¿cuál?, ya, casi todas
las conocemos.
- Y... ¿a quien le vas a gastar la broma?
- Pues... ¿a papá?
- ¡BRUTAL!. Yo te ayudo a buscarla.
- ¿Qué te gustaría
encontrar?. – Inquirió Berta.
- Pues..., por ejemplo..., ¡algo para que deje de fumar!.
- ¡Aquí está!, ¡mira!, estas cerillas para fumadores
explotan cuando las enciendes, ¿qué te parecen?
- Puede salir bien, si...-
Su hermana y ella se miraron y empezaron a reír por anticipado.
- Nos quedan todavía doscientas y pico pesetas, ¿en qué
nos las gastamos?. – Interrumpió Berta a sus amigas.
- ¡En sidra!. – Propuso Susana.
- ¿En sidra?, pero... ¡eso se sube mucho!, y además,
¿quién nos la va a querer vender?
- Eso no es problema, sólo queremos una botella, podemos decir
que es para nuestro padre, claro..., si nos preguntan.
- Si, no es mala idea, vamos a intentarlo... – Y
poniéndose en marcha, Mónica se encaminó al mercado de San Miguel (que a
aquellas horas estaba casi vacío), seguida de sus compañeras.
- Una botella de sidra, por favor. – Pidió muy cortés al
dependiente de la tienda de ultramarinos.
- ¿No será para los renos, verdad?. – Interrogó el tendero
divertido y desconfiado, al observar los gorros que las amigas llevaban en la
cabeza.
- ¡Oh no!, ¡que va!, es para Santa Claus..., que como viaja al raso tiene frío y quiere entrar en
calor.
- ¡JA...JA... JA...! – Rió el hombre de buena gana y
dejando de lado sus sospechas, pues eran unas inocentes niñas.
Mónica pagó y salieron del mercado con su precioso tesoro bajo
el brazo.
- Y ahora... ¿dónde nos la bebemos?. – Empezó a decir
Berta.
- Pues no sé..., vamos a andar un poco a ver a donde
llegamos.
Llegaron a una plaza rectangular, la rodearon y se
sentaron en el escalón de la puerta de una iglesia cerrada.
Allí podrían resguardarse de la lluvia si estallaba una
tormenta
No había ni un alma en la calle, era esta una zona muy
poco transitada, decidieron esperar un rato y si no aparecía nadie se beberían
la botella tranquilamente.
Dos chicos de su edad asomaron por una esquina, las vieron
y se acercaron hasta ellas.
- ¡Hola! ¿tenéis fuego?.
- ¿De que vamos a tener fu...?. – Preguntó Mónica, pero de
repente se acordó..., miró a sus compañeras, estas asentían.
- ¡Oh, sí!, espera..., que no me acordaba ya de que he
comprado una caja de cerillas.
La niña metió la mano en el bolsillo de su anorak y sacó
una reluciente caja de fósforos de cocina.
- Toma, enciéndete el cigarrillo tú mismo.
El chico cogió la cajita, y tomando una cerilla se dispuso
a encender el cigarrillo de su compañero.
- ¡BOOOMMM:..!
Los dos chiquillos se quedaron lívidos, tras unos momentos
de corta vacilación, intercambiaron una mirada en la que se leía el ridículo.
Ellos que querían hacerse los hombrecitos, habían
reaccionado como bebés, con la mayor dignidad posible, terminaron de encender
sus cigarrillos y dando la espalda a nuestras amigas, se marcharon de allí.
Mónica gritó. - ¡Sois muy jóvenes para fumar...!, ¡os dan
miedo las cerillas!.
Por su parte, Susana se colocó su máscara de Drácula y
planeando con los brazos abiertos hecho a correr tras ellos ululando.
- ¡Soy Dráculaaa...!
Las tres niñas estallaron en carcajadas.
En ese momento dos monjitas salieron por una puerta
adyacente a la de la iglesia que ocupaban las niñas, las religiosas iban
cargadas con bolsas de basura que se disponían a depositar en los contenedores
de la calle.
- Hola majucas. –Saludó una de ellas muy sonriente.
- Hola. – Contestaron a coro, conteniendo sus risas.
- Mire, ve usted Sor Teresa, no toda la juventud es como
la pintan, todavía quedan jóvenes que saben divertirse sin beber alcohol... ni
hacer gamberradas.
Las chiquillas se miraron entre sí, sintiéndose de repente
muy culpables.
Berta, muy sonriente, escondía tras de sí la botella de
sidra, que en esos momentos, quisiera no haber visto en su vida.
Las monjitas dejaron sus bolsas en los contenedores, y al
pasar otra vez frente a ellas, la que había hablado antes volvió a dirigirse a Berta.
- Tu tienes una cara muy simpática, y eres la que más te
ríes, no cambies nunca, no seas como esos vagos que solo beben por la calle y
ni siquiera se distraen, sigue estando alegre, que estamos en Navidad, y el
Señor ha nacido para todos nosotros.
Berta tragó saliva.
- Si Sor...
Las monjas desaparecieron por la misma puerta por la que habían
salido.
- Pero... ¿por qué hemos tenido que ir a dar con un
convento?. – Empezó Mónica.
- No sé... – Respondió Berta. – Pero yo ya no quiero
sidra, que las monjas están casadas con Dios y se pueden chivar...
- ¡No digas tonterías!
- Bueno..., esta bien..., pero esto es una señal del
cielo, si queréis podéis beberos la botella entera, yo no la quiero.
Las dos hermanas se miraron y agacharon la vista
avergonzadas.
- Yo creo..., que podemos esperar a ser mayores para beber
sidra por la calle. – Dijo Mónica.
- Sí, es verdad..., total, sólo tenemos once años,
bueno..., vosotras doce, pero teniendo en cuenta que las mujeres vivimos una
media de setenta y cinco años, nos quedan por lo menos casi sesenta para beber
a gusto una botella de sidra entre las tres, si empezamos a los dieciocho,
claro está.
Aunque un poco confusa, la explicación convenció del todo
a las niñas, que se propusieron hacer desaparecer la botella de la forma más
inteligente posible.
- Y ¿qué hacemos con la botella?. – Preguntó Mónica. - ¿Te
la llevas tú, Berta, o no la llevamos nosotras?.
- Yo ya tengo sidra en casa.
- ¡Anda, que gracia!, nosotras también..., pero es una
pena que se desperdicie.
Un mendigo se acercaba por la calle, era alto y muy
delgado, llevaba una encrespada barba negra y caminaba encorvado, se paró en el
contenedor y lo abrió, para ver si había algo que le pudiera servir de alguna
manera.
Las niñas le miraron con pena, luego asintieron entre sí,
y se acercaron al pobre vagabundo.
Mónica habló. – Hola.
El hombre pareció sorprendido, era un hombre de treinta
años y guapísimo, pero ¿cómo habría acabado tan mal?
- Mis amigas y yo nos preguntábamos si a usted no le
importaría beber esta botella de sidra por nosotras, esta nueva, la habíamos
comprado para nosotras, pero nuestro Padre ha avisado a nuestras madres, y a
ahora ya no tenemos sed, así que no sabemos que hacer con ella, ¡y está
entera!, y como usted, seguro que no podrá celebrar la Navidad, pues eso..., que
si la quiere, nosotras se la damos... y ¡GRATIS!.
El mendigo sonrió bajo su barba negra y sólo dijo con voz
débil. – Gracias...
Tras lo cual cerró el contenedor de la basura.
Las chiquillas emprendieron el camino de regreso a casa,
iban calladas y pensativas.
- Sabéis..., me siento bien, ha sido un día muy aprovechado,
hemos trabajado y... – Empezó a decir Susana, pero de repente se calló.
- ¿Por qué tiene que haber gente que lo pasa mal en
Navidad?. – Interrumpió Berta poniendo palabras a los pensamientos de sus
amigas.
- Pues no sé. – Contestó Mónica. – Por falta de comida no
será, porque anda que no se tiran toneladas en las fábricas todos los días,
pero ¿quién sabe?, a lo mejor si la regalaran a los pobres, los ricos se
enfadarían, y ya nadie compraría, y las empresas se arruinarían...
- Sí, puede que sea eso... – Recapacitó Berta pesarosa.
- Bueno..., nosotras nos vamos, ¡feliz Navidad!, Berta. –
Se despidieron las dos hermanas.
- ¡Adiós y feliz Navidad!.
Al llegar al portal de su casa, Berta se encontró con
Sofía, esta sonreía muy feliz.
- ¡Berta! ¡mi niña!
- ¡Se ha vuelto loca!. – Pensó la aludida.
- ¿Queee...talll...estááásss...?. – Seguía la otra
arrastrando las silabas.
- Yo bien, ¿por qué?, ¿qué te pasa?
- ¿A mí?, Ji...ji...ji..., nada....jua...jua...jua...
¡hip! ¡hip! ¡hip...! ¡huuyyy... que hipo más tooontooo...!
- ¿Estás borracha?. – Pregunto Berta admirada.
- Oh..., nooo, es que me alegro muuucho de ver a mi
hermanitaaaa.
Hizo un gesto como de abrazarse a ella, pero calculó mal
las distancias y sin saber como, se encontró en el suelo.
Berta tuvo que ayudarla a subir los cinco pisos de la
escalera, pues el ascensor se hallaba estropeado.
Tras enormes esfuerzos, en los que Sofía se puso a
tararear la “Sinfonía Patética” con verdadero frenesí, abrieron la puerta de su
domicilio.
Marta salió corriendo a recibir a sus hermanas, Berta
sostenía a Sofía, que en aquellos momentos descubría que la ley de la gravedad
estaba equivocada.
- Berta, este recibidor se mueve para los lados, es que
hay un teeerrrreeemoooto, no se lo digas a nadie... ji...ji...ji... ¡que mareo!
Ya entraban en su cuarto, Berta no podía más y...
¡POOF!
- ¿Qué hacéis niñas?, ¡dejad de jugar!. – Se oyó la voz de
su madre desde la cocina.
- ¡Mamá! ¡si no jugamos!, es que Sofía está bailando y es
muy divertido, ¡venga, hazlo otra vez!
- ¡Schsss..., calla Marta!. – Ordenó Berta intransigente.
- ¿Qué me darás a cambio?. – Preguntó la párvula haciendo
gala de un gran instinto mercantil.
- Ya hablaremos...
Sofía yacía en la alfombra, no sabía que le pasaba, todo
le daba vueltas, el cuarto parecía haberse vuelto loco, solo el suelo parecía
estar quieto, por lo que se aferraba a él, con los brazos abiertos.
- ¡Beeertaaa... ayuuudaameee a levantarme...!. – Instó con
voz sepulcral.
La niña le cogió de las piernas y las alzó sobre el
edredón de su cama.
- ¡Bien!. Ya está arriba la mitad. – Clamaba la pequeña.
Berta repitió la operación con los brazos de su hermana.
- Y ¡ahora la otra mitad!. – Exclamó. - Y por último el
tronco.
- ¡Ya está entera!. – Aplaudía Marta.
- Uff...- Resopló Berta por el esfuerzo. – ¿Es que no te
da vergüenza estar así?
- Ha sido la sidra..., estaba tan ricaaa.
- Acaso... ¿no sabes que te quedan SESENTA AÑOS PARA BEBER
SIDRA?
Pero Sofía ya no la oía, dormía el sueño de los benditos,
mientras una vocecita impertinente insistía.
- ¿Qué me vas a dar?, ¿qué me vas a dar?.
..............................................................................................................................................Un
hombre camina por la calle Mayor, la noche es clara y estrellada, se dirige
hacía el Palacio de Oriente, lleva un paquete bajo el brazo.
En la entrada de la Plaza de la Armeria, donde está ubicada la catedral de La
Almudena, todavía sin acabar de ser construida, se
detiene, ha encontrado un amigo.
Los dos hombres intercambian algunas palabras, el nuevo
personaje gesticula con grandes aspavientos, que contrastan con los movimientos
lentos y pausados del primer personaje.
Este, le entrega el paquete que lleva bajo el brazo, el
amigo parece agradecido, abraza a su compañero y se despide precipitadamente,
pues probablemente va a llegar tarde a casa.
El primer personaje entra en la citada plaza, la cual no
tiene salidas, va caminando lento, lento..., se dirige al mirador que da al
Oeste.
Han pasado unos cinco segundos escasos, el amigo vuelve
sobre sus pasos para decirle algo, busca con la mirada, ¿dónde está?, camina en
dirección al mirador, recorre la plaza, ¿cómo ha podido desaparecer de este
modo? ¡y ante sus narices!.
Un mendigo lleva un paquete bajo el brazo, en él, dos
latas de alubias, una barra de pan y una botella de sidra, va pensando con
alegría en las caras que pondrán su mujer y su hija cuando vean la comida.
Pero... ¿qué explicaciones dará? ¿quién se la ha dado?
Recuerda unas palabras que el extraño y apuesto vagabundo
ha mencionado.
- De parte de tres ángeles...
Cap. XIII
UN CUENTO
DE NAVIDAD
- Berta, ¿no te acuerdas?, me debes un regalo... – Empezó
Marta caprichosamente.
Berta se hizo la sueca, mientras tumbada en el sofá leía
un tebeo.
- ¡Berta!, !que me debes un regalo...!
- Si Marta, otro día.
- ¡BERTAAAA!, ¡MI REGALOOO!
La niña dio un respingo, al tiempo que una cara enfadada
asomaba por el umbral de la puerta del salón.
- ¿Qué gritos son estos?
- Nada mamá. – Repuso Berta. – Que le debo un regalo a
Marta, y hasta que no se lo de no me va a dejar en paz.
- ¿Y de que le debes un regalo?
- ¡Oh! De nada, una apuesta...
La madre arrugó el entrecejo como si no entendiera.
Berta se inventó una magnifica historia.
- Verás mamá, es que el otro día, echaban un partido de
baloncesto en la tele, pero el sonido se fue de repente y apostamos a que Marta
no sería capaz de retransmitirlo jugando..., el caso es que si lo hizo, y muy
bien... así que le debo un regalo, ¿entiendes?
La madre meneaba afirmativamente la cabeza. – NO.
- Bueno mamá, no importa, son cosas nuestras... – La niña
se levantó de su asiento y se dirigió a su alcoba. Abrió el armario, dos
vestidos cayeron encima de su cabeza, con percha y todo, empezó a registrar en
el fondo del mueble; camisas, jerseys, una caja de zapatos y por fin...
- ¡Mi gorro de Santa Claus!.
La niña volvió al salón con las manos a la espalda.
- ¿Me traes mi regalo?. – Preguntó Marta.
- Sí, aunque no sé si te gustará, es lo único que tengo
para darte, ¿qué mano quieres?
Las dos.
- Buen instinto comercial, si señora... – Declaró Berta
sacando el gorro rojo y ofreciéndoselo a su hermana.
- ¡Que bonito!, ¡es igual que el de Papa Noel!
La párvula no tardó un segundo en ponérselo, y corriendo
se fue a su cuarto para coger su zambomba. Al cabo de unos segundos un ruido
espantoso lleno las habitaciones de toda la casa. La madre de las niñas
permanecía pensativa mirando el gorro rojo que portaba su hija (seguía
distraída las subidas y bajadas del pompón blanco en orden inverso al de los
saltos que daba su pequeña).
- Niñas, sentaros en el sofá, que os voy a contar un
cuento...
Sofía apareció en ese momento.
- Hola mamá, ¿qué hacéis aquí?
- Nos va a contar un cuento... – Aclaró Marta.
- ¡Ah bueno...!, entonces yo me voy.
- Como quieras hija, pero te interesaría oírlo. – La madre
empezó su relato.
- ...Era una fría noche de invierno, había llegado el
tiempo de la Navidad.
Un hombre caminaba por la calle con pasos lentos, la
gélida estación había destrozado sus pies, y como era muy pobre, los zapatos
tenían grandes agujeros por donde se
filtraba el agua de la lluvia que caía, y le calaba los calcetines.
Iba, como digo, caminando lentamente y encorvado sobre si
mismo, con las manos en los bolsillos, y observando de vez en cuando las
estrellas que aparecían por detrás del horizonte que marcan los tejados de las
casas.
No tenía dinero y probablemente esa noche no cenaría, de
tal modo que aprovechaba los cubos de basura que encontraba por el camino,
buscando algo que pudiera servirle para ganar unas pocas monedas con las que
comprar alimento.
El hombre estaba cansado, muy cansado..., había andado
mucho y se dirigía hacía la
Plaza Mayor.
Sabía por experiencia, que en este lugar abundaban los
cascos de botellas viejas, y esperaba recoger los suficientes para conseguir
cuatro perras, con las que llenar su estomago, aunque sólo fuera un bocadillo.
...Pero aquel día algo había ocurrido, algo terrible para
él, ¡no quedaban botellas por el suelo!, ¿quizás los basureros habían
adelantado su jornada laboral?
El pobre vagabundo, más encorvado todavía por la decepción
de haber perdido toda posibilidad de alimentarse esa noche, se dirigió hacía
una placita cercana.
Ocupaba esta, un lugar muy apartado y recoleto, donde la
algarabía de los jóvenes y felices estudiantes, no le molestaría a la hora de
echarse a dormir, si es que podía, claro...
Por lo menos, allí, tirado en un banco podría intentarlo,
haciendo caso omiso de su estomago encogido por el hambre, hizo un último
intento de buscar algo (lo que fuera), en un contenedor de basura que acababan
de abrir unas monjitas.
¿Quién sabe?, ¡quizás! Dios se haya acordado de mí. – Se
dijo.
Pero no, Dios no se había acordado de él, en el basurero
no había absolutamente nada que pudiera llevarse a la boca.
En ese momento escuchó una voz que le saludaba.
- ¡Hola!.
El hombre, ya sin fuerzas, miró hacía la procedencia de
aquella voz infantil. Tres niñas disfrazadas con gorros de Santa Claus, le
tendían una botella de sidra, mientras le contaban una confusa historia.
Algo así, como que su padre le había dicho a sus madres
que le dieran aquella botella, porque ellas no tenían ya sed.
El hombre no comprendió nada, pero la amabilidad con que
se la entregaron, y la necesidad que tenía de ¡algo!, le hizo aceptar sin más
preámbulos la botella.
Las niñas se marcharon de allí, y el mendigo se encaminó
con un paso más confiado hacía un mercado cercano, buscó la tienda de
ultramarinos y se dirigió al tendero.
- ¿Podría usted cambiarme esta botella por algo de
comida?, esta nueva y no la he robado, tres niñas me la dieron.
- ¿Tres niñas?. – Preguntó el tendero empezando a
recordar. - ¿Cómo eran?
- No le sabría decir, pues estaba oscuro, sólo se que
llevaban tres gorros rojos con pompones.
- ¿Con pompones?. – El tendero rememoró una escena
reciente, en la que una niña le pedía sidra para que se calentara Santa Claus,
que tenía frío porque viajaba al descubierto.
Se le hizo un nudo en la garganta, al recordar a aquellas
niñas y al ver el triste aspecto del joven, que aunque sucio, seguía siendo
apuesto.
Y... ¡que demonios! ¡era Navidad...!. – Cogió de un
estante dos latas de alubias y una barra de pan.
El mendigo le tendía la botella pero el tendero la
rechazó.
- ¡Quédatela!, así entrarás en calor, y ¡feliz Navidad!.
- ¡Feliz Navidad!. – Respondió contento el joven vagabundo.
- ¿Quiénes eran esas niñas?. – Preguntó antes de marcharse.
- Tres ángeles... – Contestó el tendero evitando una
lágrima.
- Y aquel mendigo cenó esa noche... y comió al día
siguiente..., Dios no se había olvidado de él.
La madre terminó su relato, y sus hijas mayor y menor
estallaron en sollozos, sólo Berta callaba, mirando el gorro rojo que su
hermana pequeña llevaba puesto en la cabeza, su madre la observaba atentamente.
- Bueno niñas... ¡Vamos a comer!, que ya es hora, y
vuestro padre está al caer.
Berta tenía la mano en el bolsillo, acariciaba un plástico
arrugado ¿qué sería?, lo sacó y vio lo que era.
- ¡Anda!. – Exclamó con sorpresa y volvió a metérselo en
el bolsillo con una pícara sonrisa. – Lo utilizaré hoy..., antes de que
consigan hacerme buena del todo.
La familia se hallaba sentada alrededor de la mesa, el
padre de Berta venía de un humor excelente, su jefe le había regalado una
botella del mejor vino, que pensaba catar como buen enólogo (se llama así a los
expertos en esta bebida) aquel día.
- Hoy he pasado por la Plaza Mayor y me ha
sorprendido gratamente observar que no había cascos de botellas tirados por los
suelos, ¡a ver si es verdad! ¡y limpian Madrid de una vez!.
No entiendo como la gente puede beber esa porquería de
cerveza y además en tamaña cantidad..., donde esté una copita de buen vino de
Rioja en las comidas.
Don Ernesto empezó a llenar su copa, Berta miraba al techo
con cara de santa inocencia.
El padre bebió un sorbo, y cuando fue a mirar al trasluz
su líquido tesoro
- ¡Excelennn...!
Su semblante cambió del blanco al verde y después al
invisible, pues el hombre se encontraba ya en el cuarto de baño.
- Pero...¡Ernesto!. – Gritaba su esposa. - ¿Qué te ocurre?.
La señora miró con desconfianza a sus hijas y tomó la copa
de vino de su marido, en ella flotaban una especie de gusanos naranjas que a
simple vista parecían de verdad.
- ¿Quién ha sido?. – Preguntó la señora mirando a Berta,
con aire de falso disgusto.
Cap. XIV-
NOCHEBUENA
- Uuuaaa...! ¡Buaauuuaaaa...! ¡Buaaa...!
- ¡Calla Marta!, ¡deja de llorar!, pero si es normal lo
que te pasa..., a tus hermanas también se les cayeron los dientes y no armaron
tanto escándalo. – Intentaba consolarla su madre. - ¿Qué va a pensar de ti el
primito Jorge cuando llegue a casa?
- ¿Va a venir Jorge?. – Preguntó Berta asustada.
- Sí, pero no te preocupes, sólo va a venir de visita una
o dos horas, luego se irá con sus abuelos a pasar la Nochebuena.
El primo Jorge, era un niño de cinco años, rubio y de ojos
azules, hijo del hermano de su padre, el tío Andrés, tenía otros dos hermanos,
pero como era el pequeño estaba muy consentido, y como decía su madre, la tía
Avelina.. - Jorge es un niño muy bueno... cuando duerme....
El problema es que en casa de Berta siempre estaba
despierto.
Hay que aclarar que Jorge admira a Berta, por lo que
siempre está detrás suyo, lo que la resta la intimidad que una señorita de su
edad necesita. Pues, ¿cómo llevar la vida emocionante que pretende llevar, con
un niño de cinco años en sus talones?
- ¡Oh no!, ¿por qué tiene que venir?
Pero hija, Berta, no digas tonterías, ¡si sólo es una
criatura!
- Sí, pero esa criatura me destroza la habitación cada vez
que viene.
- Pero Berta, ¡si tu habitación está siempre destrozada!
- Ya, pero la última vez que vino me perdió los apuntes
del colegio y todavía no los he encontrado.
- Berta, si tú no tomas apuntes, dedicas las horas de
clase a dibujar, y a última hora haces fotocopias de tus compañeras MÁS
RESPONSABLES.
Berta buscaba nuevos argumentos.
- ... Pero me sacó del expositor, todos los minerales que
colecciono y todavía no he encontrado ¡LA COBALTO-CALCITA!
Marta seguía llorando. - ¡Buaaa...!, ¡mi diente...!
¡Ding dong!. Sonó el timbre de la puerta.
Doña Marisa salió a recibir a sus visitas, un matrimonio
de edad comprendida entre los treinta y cinco y treinta y ocho años, apareció
en el umbral de la puerta de la calle, delante suyo un niño con bucles de
querubín empuñaba un bote de spray.
- Hola, hola..., pasad, pasad al salón. - Saludó la señora
conduciéndoles a este departamento de la casa.
- ¡Hola bonito! ¿Cómo estás?. – Empezó a decir al niño
¡Fiiissss...!. – Disparó el ángel.
- ¡UUAAAYYY...!. – Chilló la señora, al sentir como unas
tiras de una extraña composición pegajosa inundaban su rostro.
- Lo siento. – Se disculpó su cuñada. – Pero es que a Jorge no le gusta que le
llamen “bonito”, ni nada que acabe en diminutivo.
El querubín sonreía maquiavélicamente, el tío Andrés se
vio en la obligación de darle un azote.
La tía Avelina era una mujer menuda, rubia y de ojos azules,
de carácter tranquilo y bondadoso, hablaba poco, lo justo que le permitía su
dicharachero marido, al que el sonido de su voz tenía completamente enajenado.
En cuanto al tío Andrés no era mala persona, tan sólo un
poquitín pesado, por otra parte pertenecía
a ese tipo de personas que siempre pretenden llevar la razón. Por lo
demás era rubio como su hermano, gordo y con entradas, este sería
aproximadamente el retrato del tío Andrés.
La tía Avelina se sentó en el sofá del saloncito, detrás
la seguía su marido. Don Ernesto salió de su despacho con aire grave. Los dos
hermanos se saludaron.
- ¿Qué tal hombre?. – Pregunto el padre de Berta.
- Bien, ¿y tú?. – Contestó con otra pregunta el tío,
dándole una fuerte palmada en la espalda que casi le hizo perder el equilibrio.
- Nosotros bien, hola Lina. – Saludó a su cuñada. - ...y,
¿donde esta mi sobrino?. Inquirió alarmado.
- ¡Ah! Pues no sé... – Respondió el tío. – Seguramente
estará con Marta, ya sabes, al fin y al cabo, niños...
- Sí, ya sé... – Y se dirigió a la puerta del despacho,
preocupándose de mirar dentro por si acaso, para después cerrarla con llave.
- Bueno... – Interrumpió la tía discretamente. – Yo creo
que me voy a ir a ayudar a Marisa a la cocina. – Y levantándose de su asiento dejo a los dos hombres
charlando en el salón.
En la cocina, Marta seguía llorando. - ¡Buaaaa...! ¡mi
diente...! ¡YO QUIERO MI DIENTE!
- ¡MARTA, CÁLLATE YA...!. – Gritó Berta.
La niña se calló de inmediato, no estaba acostumbrada a
ese trato, y menos por parte de su hermana.
- Snigff...hip...hip...- Continuó hipando durante un rato.
- Marta, hija, vete a buscar a tu primo, que aunque no lo
sintamos, en alguna parte debe estar, la tía y yo tenemos que hablar de
nuestras cosas.
Y tú, Berta, deja de comerte los langostinos y ve con tu
hermana, no vaya a hacer alguna trastada.
- Jolin... – Empezó a protestar, pero obedeció.
Buscó a su hermana, esta se encontraba en el saloncito
pequeño, Jorge la consolaba de la perdida de su diente.
- ¡No seas tonta!, si dejas el diente debajo de la
almohada, esta noche vendrá el ratón Pérez y te dejará un regalo.
Berta sonrió y volvió a cerrar la puerta, se dirigió al
salón, su padre y su tío discutían.
- El mundo va mal porque nosotros hacemos que vaya mal...
– Decía su padre.
- ¡Oh no!, el mundo va mal porque los listos hacen que
vaya mal, los poderosos se aprovechan de los débiles, esto es “ley de vida”, y
las cosas nunca cambiaran, y todo por un poco de tierra, si los débiles se
rebelaran todo iría mejor...
Berta volvió a la cocina, donde su madre comentaba.
- ....He visto un vestido monísimo, es negro y tiene
adornos de pedrería, claro que como es estrecho no se si me hará gorda.
- Oh no, si has adelgazado mucho desde la última vez que
te vi...- Respondió su tía.
- Berta, ¿ya vienes otra vez a por los langostinos?, ¿por
qué no vas con tu hermana?
- Porque está hablando del ratón Pérez.
- Y ¿no puedes ver la tele?
- Papá está en el salón discutiendo sobre política con el
tío.
- ¡Hombres...! siempre igual, si nos dejaran a las mujeres
meter mano en el asunto seguro que las cosas irían mejor en el mundo. ¿Verdad
Lina?
- Si..., desde luego, hablar no sirve de nada, hay que
actuar..., aunque no sé como.
- Berta, no te quedes ahí como un pasmarote, vete a tu
cuarto, haz lo que quieras, pero no me estorbes mientras cocino...
- Pero... ¡si Sofía está allí escuchando música ratonera!
Una mirada de impaciencia la hizo recapitular... – Bueno,
jolin...
La niña se dirigió a su cuarto, la música estaba altísima,
pero Sofía no se encontraba en él, aprovechando su ausencia apagó la radio y se
puso a leer un libro.
Al cabo de diez minutos unos gritos la distrajeron, a lo
lejos sonaban los chillidos de Jorge y... parecía que también gritaba su tío.
Berta se dirigió a la salita, en la cual, había dejado a
Marta con el niño.
Este gritaba. – ¡No, más hierba no! ¡tierra!, ¡yo quiero
tierra...!
- ¡No!, ¡tierra no! ¡hierba! Que estamos en España. –
Gritaba su tío, su padre y sus hermanas observaban la escena atónitos.
Jorge quería llenar el nacimiento de la salita de tierra y
el tío Andrés de hierba.
Jorge chillaba, pataleando con fuerza en el suelo.
- ¡NO, YO QUIERO TIERRA...BUAAA...!
Sofía estaba a punto de llorar al ver como entre padre e
hijo destrozaban la obra… (que tanto esfuerzo le había costado acabar) a la que
por cierto había decidido dar un toque norteño, llenándola de harina que
semejaba nieve.
- ¡Pues no señor!, he dicho que hierba y es ¡hierba!. –
Siguió el tío Andrés.
Don Ernesto, observando las lágrimas que empezaban a
asomar en los ojos del niño decidió intervenir.
- Bueno, Andrés, yo creo que deberías dejar al niño hacer
lo que quiera, al fin y al cabo es Navidad, y esta es para los niños.
- Si le dejo hacer lo quiera, se acostumbrará a... –
Refunfuñó, pero al sentir como le analizaban sus tres sobrinas, cedió a
regañadientes.
Cuando el niño se vio libre de la influencia paterna,
comenzó a llenar de tierra el Belén, los pastores, los reyes, el castillo...,
todo fue cubierto de arena, aquello parecía un desierto.
Sofía salió corriendo de la habitación con lágrimas en los
ojos.
- ¡Mama...!
el padre de las niñas comentó.
- Si, desde luego, ahora está más real, Palestina es así
de árida.
Jorge reía feliz, echando más y más tierra, Marta había
empezado a colaborar en su labor.
Unos pasos se oían venir por el pasillo.
- Pero... ¿qué es esto?. – Preguntó Doña Marisa al ver la
salita inundada de una mezcla de tierra, hierba y nieve.
Berta disimuladamente salió del cuarto mientras comentaba
con una débil vocecita.
- Nada mamá, que los débiles se han rebelado y por un ”poco
de tierra” se ha armado “el Belén”.
- ¿Qué?. – Preguntó la mujer sin entender, interrogando
con una mirada furiosa a su marido
- Nada..., nada..., ha sido un accidente. – Intervino el
tío Andrés. – Nosotros tenemos que irnos ya, pues mis suegros nos esperan con
los chicos mayores.
- ¿Ya?, no os quedáis un poco más, todavía es pronto. –
Dijo la madre de Berta.
- No, no, de verdad que tenemos prisa...
- Bueno, como queráis...
Tras diez minutos de despedidas, los tíos se marcharon y
todo volvió a la normalidad.
- ¡Berta!
- ¿Qué mamá?
- ¡Hija!, ¡ven un momento!
Berta corrió a la cocina.
- Schsss, no se lo digas a nadie, pero tómate esos
langostinos con mayonesa que te he separado, y por favor, que no se entere tu
padre.
- ¡Berta!. – llamó Don Ernesto.
La niña salió corriendo de la cocina hasta llegar al
despacho de su padre.
- ¿Si papá?
- Toma, por ser Nochebuena, para que te compres una
“cobalto-calcita”. – Su padre la tendía un billete de quinientas pesetas.
- ¡GRACIAS!
- Y que no se enteren tus hermanas... ¡y mucho menos tu
madre!
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A la mañana siguiente, Marta se despertó sobresaltada,
creyó oír al ratoncito Pérez, a los pies de su litera encontró una escoba y un
cogedor de juguete.
Y una nota adjunta que decía... “Para que barras el belén”