El niño, de apenas siete años vivía en una pobre cabaña de madera junto a enorme mansión antaño habitada, pero hoy en día desocupada y abandonada, a las afueras de un precioso pueblo.
Su casa, pobre y humilde, estaba limpia pero necesitaba una buena capa de pintura, pues su madre con la que vivía solo, era pobre de solemnidad desde que se muriera su padre, el único dinero que entraba en la casa era el que la pobre mujer se ganaba limpiando las casas del condado y ayudando a las ancianas del lugar en sus quehaceres domésticos.
Tanto tiempo fuera de casa hacía que el chiquillo, aburrido, de no tener con quien hablar merodeara por los bosques y los contornos del pueblo, conociendo cada árbol y flor silvestre que crecieran entre las hierbas y matorrales salvajes.
Su madre veía con tristeza como su hijo crecía sin un padre, pero en su corazón sabía que con sus cuidados él no echaba en falta a este... tanto como suponía.
El niño adoraba a su madre y de vez en cuando a la salida de la escuela le traía un ramillete de flores silvestres para adornar la mesa del comedor.
Su madre fingía sorpresa y le decía.
- ¡Son preciosas hijo¡.
Este sonreía satisfecho como el hombrecito de la casa en que se estaba convirtiendo.
Un día, al salir de la escuela paso por la verja de la enorme mansión, se quedo parado agarrado a los hierros, allí en los inmensos jardines un hombre trabajaba en los parterres sin prestarle atención, sembraba unas semillas con gran esmero.
El niño siguió pasando todos los días por allí, hasta que vio el resultado, unas hermosas florecillas de porte delicado y exquisito, y colores vistosos decoraban lo sembrado, el niño sintió por primera vez en mucho tiempo, (casi desde que murió su padre) unos enormes deseos de llorar.
Su madre nunca poseería un ramo de flores tan hermoso, si él fuera rico como los dueños de la mansión... pero con su edad no poseía dinero para comprar flores, eso según su madre sería un gasto inútil, pues todo el dinero que tenían lo necesitaban para sobrevivir.
Esa noche el niño llego cabizbajo a casa, su madre noto algo raro en él, pero después de cenar sin ganas le acostó, le dio un beso y le dijo.
Sé que te pasa algo hijo, pero si no me lo quieres decir díselo a Dios que el te escuchara, el siempre escucha a los niños.
La madre salió de la habitación con sigilo y cerró la puerta, el niño apago su lamparilla y hablo con Dios.
- Dios, si es verdad que escuchas a los niños haz que mi madre tenga un ramillete de flores como las que tienen en la vieja mansión, me haría tan feliz regalárselas y no tengo dinero, tú lo puedes todo, consígueme un ramo bonito para regalárselo a mi mama... – Sonriendo y seguro de que Dios premiaría su fe y sus esperanzas se durmió placidamente.
Pasaron los días, apenas una semana, el niño seguía mirando por la verja las hermosas florecillas, cuando llego al jardín de su casa se dio cuenta de que unas plantitas estaban creciendo a los pies de su alcoba, las observó detenidamente, no eran flores silvestres, pues él las conocía todas, habría que esperar a que los pequeños capullos florecieran para descubrir que tipo de flores eran, aunque el presentía... Esa noche no pudo dormir bien, ansioso como estaba porque amaneciera.
Al día siguiente se levantó de un salto de la cama, ni siquiera desayuno, aunque este estaba preparado y servido
- ¿Adónde vas? Le pregunto la madre extrañada.
- A un sitio, ahora vuelvo...
El niño se dirigió al pie de su ventana, allí las hermosas florecillas de la mansión habían florecido, y con sus delicados colores adornaban la casa, el niño cogió unas tijeras y cortó unas cuantas, luego dirigiéndose al comedor, dijo,
- Mama son para ti, de parte de Dios...
La madre las puso en el jarrón admirada de la belleza de las delicadas florecillas sin entender bien a que se refería su hijo.
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