Caminaba cansado arrastrando un viejo carro cargado con cacerolas y utensilios de cocina, también llevaba prendas femeninas, que según decían era el último grito en la ciudad, paños, cucharones y revistas colgaban con pinzas de las cuatro esquinas de la carreta.
La mula que lo arrastraba se había muerto por el camino, y el viejo propietario ambulante se había visto obligado a acarrear sus propiedades durante millas de terreno árido y estéril donde apenas había un árbol que diera sombra. Al final cayó desmayado, un hombre que pasaba por allí le atendió, había sufrido un infarto, y los esfuerzos del forastero por reanimarle fueron infructuosos, el moribundo dijo débilmente sus últimas palabras mientras le daba un papel.
El forastero se cambió su ropa, no era la adecuada para cargar tal carreta, se colocó un guardapolvos viejo y siguió su camino.
Llegaba a un pueblo, los sembrados de trigo estaban en todo su apogeo, destelleaban bajo el sol, un hombre cortaba la mies, el nuevo vendedor ambulante se dirigió al labriego.
- ¿Podrías ayudarme a transportar la carreta? Estoy muy cansado para cargar tanto peso durante tantas millas, te premiaré bien.
El otro se disculpó, - lo siento, pero ya ves como están los campos, tengo que darme prisa en recolectar el trigo antes de que se pierda la cosecha.
El mercader cogió su carreta y siguió caminando, llego a una alquería, una mujer fortachona y de muy buen ver tendía la ropa en el patio de la casa.
- Perdone buena mujer, pero ¿podría ayudarme a transportar el carro hasta el pueblo?, solo hasta que compre una buena mula...
- Lo siento buen hombre, pero tengo que amamantar a mi hijo y cuidar de las tareas domésticas.
El joven vendedor, contrito, asintió con la cabeza y siguió su camino arrastrando la vieja carreta.
Llego a las inmediaciones del pueblo, allí había un viejo sentado a la sombra de un roble masticando tabaco, el mercader repitió la pregunta, pero la contestación fue escueta, - Soy ya muy viejo para cargar pesos.
Entro en el pueblo, en la plaza una nube de chiquillos corrían y saltaban, estaban en la hora de recreo. ¿Podríais ayudarme?
Una voz le recriminó - ¿Cómo insinúa usted que unos niños tan pequeños trabajen llevando un peso tan grande? Niños, ¡volved a clase¡.
El forastero la preguntó. ¿Entonces usted me podría ayudar?
la vieja maestra chilló indignada. ¿Pero es que no sabe usted tratar a una señorita? ¡Sinverguenza!. - Y entró en la escuela farfullando.
El forastero la preguntó. ¿Entonces usted me podría ayudar?
la vieja maestra chilló indignada. ¿Pero es que no sabe usted tratar a una señorita? ¡Sinverguenza!. - Y entró en la escuela farfullando.
Un hombre de aspecto ligeramente desaliñado, con mirada perdida y cabello cano se dirigió hacia él y se ofreció a ayudarle, era Pedro, el tonto del pueblo.
Vivía con su anciana madre en una casa a las afueras del pueblo y salía de casa solo para no verla sufrir, pues la buena mujer no veía futuro para su hijo cuando ella faltara, vivían de la pensión de su marido y esta era exigua, ¿qué sería de su hijo cuando ella muriera?
El hombre le preguntó, ¿acaso no tienes otras tareas que realizar?
- ¡Que va¡ nadie me da trabajo porque dicen que no valgo para nada y que soy tonto...
La gente se reía al paso de los dos hombres que arrastraban la carreta.
¡Mirad, es el loco¡ - gritaban a su paso. Este agachaba la cabeza mientras continuaba arrastrándola con toda su fuerza, el mercader apretaba los labios conteniendo su rabia ante la falta de compasión de la gente de aquel lugar.
- ¿Dónde esta la iglesia? – pregunto a su compañero.
- En lo alto de la loma
- Llévame hasta ella...
El loco obedeció, el hombre le pagó unas cuantas monedas por su ayuda y dejó la carreta en la calle, abrió la iglesia y se cambió de ropa, luego dirigiéndose al patio la arrastró hasta el cobertizo.
Era domingo, la iglesia estaba llena de la gente del pueblo vestida con la ropa de los domingos, se habían esmerado mucho mas en su aspecto pues querían dar una buena imagen al nuevo párroco de la comarca, este salió a decir misa, allí estaba el labriego y la buena mujer, y el viejo y la maestra de los niños, y los que se habían reído de él... mientras su amigo, el tonto, le ayudaba a arrastrar el carro, en el último banco, marginado, como el publicano en el templo estaba este, con el sombrero entre las manos girándolo nerviosamente al reconocerle, su madre anciana permanecía a su lado.
El sacerdote, se presentó, soy el nuevo párroco, ya he conocido a algunos de mis nuevos feligreses, el otro día un hombre moribundo que se dirigía hacia aquí murió entre mis brazos y me dijo que diera sus pertenencias a quien juzgara que tenía caridad, me tomo las manos y me dijo padre usted es un buen samaritano quédeselas, y sino déselas a otro que sea digno de recibirlas y sacó un breve testamento firmado por el dueño de la carreta, diciendo, quien quiera verlo que se pase por la sacristía...
Dicho esto señalando al final de la iglesia, dijo, todos teneís demasiado trabajo para ser buenos samaritanos, así que el único que merece poseer la carreta y vender lo que hay en ella es el buen Pedro.
Pedro se encogió en su asiento, mientras los ojos de su madre resplandecían de vida por primera vez en mucho tiempo, ante la mirada atónita de los fieles congregados que no se atrevieron a murmurar nada pues reconocieron su propia falta de caridad.
A partir de ese momento el tonto del pueblo se convirtió en el buen Pedro que ofrecía sus mercancías a precio casi de coste, y como no tenía trabajo fijo, decidió dedicarse a esta labor comprando una mula con el dinero heredado.
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