miércoles, 12 de enero de 2011

EL SOL



El grumete estaba triste, miraba al océano con nostalgia, allá, en tierra, estaba su mejor amigo del instituto, él había tenido que embarcar pues se necesitaba el dinero en casa, el viejo marinero... además de capitán, le vio solo, acodado en la amura de proa y comprendió.
Se sentó a su lado y tras encender su pipa empezó a decir...
Cuenta la leyenda que en cierta ocasión, el cielo, olvidando que debía su color a los rayos del sol, se envaneció de sí mismo, su azul intenso reflejado en las aguas del océano hacía que se contemplara en todo su esplendor como en un espejo, el mar otrora humilde e incoloro había adquirido el color de aquel que contemplara en lo alto sintiéndose tan bello y hermoso como este.
Ambos, cielo y mar se contemplaban extasiados, eran mas que amigos, eran serenidad y belleza, no había en la tierra nada semejante a ellos, los hombres insistían en conquistarles, pero ellos sabían de cierto que nada ni nadie les podría nunca dominar.
Eran fuertes y poderosos, solo un ser más poderoso que ellos podría vencerlos.
El sol, irradiando sus fuertes rayos luminosos tuvo conocimiento de que el mar se había olvidado de su luz, al verse vestido del color del cielo, ya no pensaba en él, sino solo en si mismo, el cielo se reflejaba en él y se sabia admirado y pleno.
El cielo lo miraba con dulzura infinita, conmovido por su simpleza.
El sol se enfadó, el mar no contaba  con él para nada, habló con una nube gris, le dijo, - Entre cielo y mar hay una relación tan intensa que el último se ha olvidado de mi, - ¡interponte entre ellos para que vean lo que pasa¡.
La nube obedeció.
Una gran tempestad cayo sobre el océano, este era tan gris como la nube, que trajo una gran lluvia, el mar lloraba de soledad, mientras los animales de la superficie nadaban al fondo para resguardarse del temporal.
El cielo, un poco trastornado, observó como el mar había desaparecido de su vista, ¿qué era esa gran nube gris que ocultaba su imagen en el fondo de las aguas oceánicas?
El océano echaba de menos al cielo y se hundía en la desesperación, sin reparar en que su
oscuridad no era causa del último, y este... todavía azul (pues conocía bien que su tono era producto del sol, al estar mas cerca de él) no comprendía el sufrimiento del océano, pues una negra nube los separaba, solo sabía... que él, todavía era amado, aunque no entendía porque no se reflejaba ya su belleza en las aguas de su inseparable amigo.
Se encontró solo de repente, pues las avecillas migratorias no se detenían en su vuelo para escucharle, ya no le quedaba mas que la amistad del sol, humilde le preguntó porque le había ocultado a su amigo, al que se había ganado a pulso.
Este le increpó.
- ¿no te has dado cuenta de que todo lo que eres me lo debes a mí? Tu hermoso color lo producen mis rayos al filtrarse en la atmósfera, el mar no hace sino reflejar lo que de mí recibes.
El cielo calló, el océano no paraba de increpar al sol, mas poderoso que él y su amigo para que volviera a hacerse la luz, a la vez el cielo le pedía que su gran compañero le volviera a hallar, este escuchando sus ruegos insistentes y comprendiendo que ambos amigos habían aprendido bien la lección, mando alejarse a la nube.
Cielo y mar volvieron a verse frente a frente, pero ya no eran solo ellos, habían aprendido que el sol era el mejor amigo de ambos.
Desde entonces cuando alguien se encuentra en la noche oscura y olvida a su mejor amigo, se le cuenta esta historia que no es otra sino la de Dios, el único capaz de hacer que perviva una amistad verdadera..., concluyó el viejo marinero dándole una colleja en el cogote a su grumete... que sonrió tímidamente dirigiendo la vista al sol.





EL RELOJ DEL AYUNTAMIENTO





Era un viejo avaro y egoísta, todo el pueblo le despreciaba y le temía, pero nadie habría osado plantarle cara porque el pueblo entero le debía mucho, había arreglado el retablo del altar de la pequeña iglesia gótica, había construido la escuela, incluso había costeado el empedrado de las calles, pero su última hazaña era haber comprado un hermoso y gran reloj para el ayuntamiento, un reloj que dirigía acompasadamente y sin demora el ritmo del pueblo, en una época en que no existían los relojes de pulsera, esto era el colmo de la modernidad, muchos, los mas cultos habían aprendido a leer la hora en el reloj de la plaza, hasta los niños, pronto se convirtió en el centro de la vida diaria del pequeño pueblo perdido entre trigales.
Un día el viejo avaro y egoísta murió, el pregonero del pueblo comenzó a gritar.
- ¡Por orden del señor alcalde se hace saber...  que el notario abrirá el testamento de Don Álvaro mañana a las doce en punto..., si nadie se presenta... el dinero se lo quedará el ayuntamiento¡
La codicia se apodero de los corazones de los aldeanos. Ese viejo arisco no tenía descendencia, mira que si la herencia fuera para alguno de ellos, todos tenían virtudes que el anciano podía haber admirado, la cultura del medico, la sabiduría del boticario, la responsabilidad de la maestra, uno a uno, todos los pueblerinos descubrieron la enorme cantidad de virtudes que poseían, y lo merecedores que eran de obtener parte de la herencia, estarían bien pendientes de la hora el lunes por la mañana.
En casa del alcalde la esposa de este insinuó a su marido.
- Mira Pablo, yo creo que lo que deberías hacer es parar el reloj a las once para que nadie se presente a la cita, así... el notario comprobará lo poco que se merecen nuestros vecinos la herencia, y todo será para la alcaldía, y ¿quién sabe? Quizás algo sea para nosotros.
El alcalde escuchaba a su mujer mientras masticaba lentamente su comida, cogió la botella de vino y contestó con sonrisa codiciosa. – Todo se andará mujer...
Serafín labraba bajo el sol, era un hombre sencillo y humilde, completamente analfabeto, era un hombre bueno, aunque nadie le entendiera completamente, no pasaba nadie por sus campos, forastero o vagabundo que no recibiera un plato de comida, y no había día que no interrumpiera su labranza para rezar de rodillas el ángelus, conocía la hora mirando al sol, él no necesitaba oír las campanas de la iglesia ni el reloj del pueblo...
Por todo esto, todo el pueblo le miraba un poco por encima del hombro, era bueno pero tonto, ni siquiera sabía leer la hora del hermoso reloj de la plaza. Era, en resumidas cuentas, un pobre hombre...
También él escucho la noticia al llegar a casa, su mujer se lo anunció con sencillez. – La herencia será para los que sepan leer la hora del reloj no para nosotros que somos analfabetos...
Serafín calló y siguió comiendo su plato de migas con calma.
A la mañana siguiente, un coche de caballos se detuvo en la plaza, un caballero se apeó de el y mirando la hora del reloj de cadena que llevaba metido en el bolsillo de su chaleco entró en el ayuntamiento, eran las once y media, saludó al alcalde.
- Todavía es pronto esperaremos...
El alcalde sonrió, el notario no había reparado en la hora del reloj de la plaza que el había detenido en las once.
El medico recibió una visita, le requerían en una casa vecina, paso por la plaza, eran las once, tenía tiempo de sobra para volver y hacer la visita tranquilamente, era una simple gripe lo que aquejaba a su paciente.
La maestra daba la lección a sus alumnos, aunque nerviosa e inquieta por oír las campanadas del reloj que anunciaban la hora del recreo y su esperada salida al ayuntamiento, pero estas no sonaban, la espera se le hacía interminable, ¿producto de sus ansias de riquezas?
El boticario también esperaba impaciente pero como miró al reloj que estaba enfrente de su botica y marcaba las once se tranquilizo y se dirigió a la trastienda a preparar unos ungüentos para el reuma de Doña Paquita.
Hasta el sacristán asomó la cabeza por la puerta de la iglesia para dar las campanadas que avisaban a las viejas aldeanas del rezo del ángelus, pero vio con sorpresa que solo eran las once de la mañana y volvió a la sacristía.
El pueblo parecía haberse detenido.
En sus tierras de labor Serafín, que llevaba las mangas arremangadas se las colocó con sumo cuidado en su sitio, se abrochó los botones y se puso una chaqueta de pana que llevaba todos los días a la misa dominical, miró el sol, por su altura serían las doce menos cuarto, cogió el camino que llevaba al pueblo, y se dirigió a la plaza, miró el reloj, marcaba las once, pero como el no sabia leer la hora no hizo caso de el y entro en el ayuntamiento.
Subió las escaleras del edificio y en la primera planta se detuvo ante el despacho del alcalde. Con los nudillos llamó a la puerta con  tres breves toques.
- Adelante. – Se escuchó una voz.
El notario había respondido a la llamada y Serafín entro en el despacho ante la mirada atónita del alcalde que se mordía los labios de pura rabia.
El notario le felicitó por su puntualidad, volviendo a mirar su reloj afirmó. – Son las doce en punto, la hora de abrir el testamento, si nadie mas se presenta no es mi problema avisados estaban.
El notario comenzó a leer. – Yo, Don Álvaro de Tejeiro y Guillén, estando en posesión de todas mis facultades y conociendo como conozco a mis convecinos, lego todas mis posesiones a aquel que se digne asistir a la apertura de mi testamento, si nadie asistiera a esta, mis posesiones pasarían a ser posesión del ayuntamiento para obras sociales y para bien de la comunidad, yo Don Álvaro doy fe de que el único que merece ser poseedor de mis bienes es el buen Serafín cuya caridad siempre he envidiado, conociendo como sé que conoce la hora por la altura del sol y por su pía religiosidad estoy seguro de que asistirá el primero.
El alcalde estaba lívido, el notario leía tranquilamente y Serafín tuvo que sentarse en una silla para recobrar el aliento mientras el caballero leía la lista de los innumerables bienes que le habían sido legados.
Cuando la noticia llegó a oídos de los aldeanos, y descubrieron la traición del alcalde, por otra parte ya esperada por Don Álvaro, decidieron destituirle de su puesto y poner en él, al buen Serafín, ya rico, pero este lo denegó, pues quería seguir trabajando sus tierras... a su juicio quedó elegir un nuevo y honrado alcalde...

LA MANSIÓN

  

El niño, de apenas siete años vivía en una pobre cabaña de madera junto a enorme mansión antaño habitada, pero hoy en día desocupada y abandonada, a las afueras de un precioso pueblo.
Su casa, pobre y humilde, estaba limpia pero necesitaba una buena capa de pintura, pues su madre con la que vivía solo, era pobre de solemnidad desde que se muriera su padre, el único dinero que entraba en la casa era el que la pobre mujer se ganaba limpiando las casas del condado y ayudando a las ancianas del lugar en sus quehaceres domésticos.
Tanto tiempo fuera de casa hacía que el chiquillo, aburrido, de no tener con quien hablar merodeara por los bosques y los contornos del pueblo, conociendo cada árbol y flor silvestre que crecieran entre las hierbas y matorrales salvajes.
Su madre veía con tristeza como su hijo crecía sin un padre, pero en su corazón sabía que con sus cuidados él no echaba en falta a este... tanto como suponía.
El niño adoraba a su madre y de vez en cuando a la salida de la escuela le traía un ramillete de flores silvestres para adornar la mesa del comedor.
Su madre fingía sorpresa y le decía.
- ¡Son preciosas hijo¡.
Este sonreía satisfecho como el hombrecito de la casa en que se estaba convirtiendo.
Un día, al salir de la escuela paso por la verja de la enorme mansión, se quedo parado agarrado a los hierros, allí en los inmensos jardines un hombre trabajaba en los parterres sin prestarle atención, sembraba unas semillas con gran esmero.
El niño siguió pasando todos los días por allí, hasta que vio el resultado, unas hermosas florecillas de porte delicado y exquisito, y colores vistosos decoraban lo sembrado, el niño sintió por primera vez en mucho tiempo, (casi desde que murió su padre) unos enormes deseos de llorar.
Su madre nunca poseería un ramo de flores tan hermoso, si él fuera rico como los dueños de la mansión... pero con su edad no poseía dinero para comprar flores, eso según su madre sería un gasto inútil, pues todo el dinero que tenían lo necesitaban para sobrevivir.
Esa noche el niño llego cabizbajo a casa, su madre noto algo raro en él, pero después de cenar sin ganas le acostó, le dio un beso y le dijo.
Sé que te pasa algo hijo, pero si no me lo quieres decir díselo a Dios que el te escuchara, el siempre escucha a los niños.
La madre salió de la habitación con sigilo y cerró la puerta, el niño apago su lamparilla y hablo con Dios.
- Dios, si es verdad que escuchas a los niños haz que mi madre tenga un ramillete de flores como las que tienen en la vieja mansión, me haría tan feliz regalárselas y no tengo dinero, tú lo puedes todo, consígueme un ramo bonito para regalárselo a mi mama... – Sonriendo y seguro de que Dios premiaría su fe y sus esperanzas se durmió placidamente.
Pasaron los días, apenas una semana, el niño seguía mirando por la verja las hermosas florecillas, cuando llego al jardín de su casa se dio cuenta de que unas plantitas estaban creciendo a los pies de su alcoba, las observó detenidamente, no eran flores silvestres, pues él las conocía todas, habría que esperar a que los pequeños capullos florecieran para descubrir que tipo de flores eran, aunque el presentía... Esa noche no pudo dormir bien, ansioso como estaba porque amaneciera.
Al día siguiente se levantó de un salto de la cama, ni siquiera desayuno, aunque este estaba preparado y servido
- ¿Adónde vas? Le pregunto la madre extrañada.
- A un sitio, ahora vuelvo...
El niño se dirigió al pie de su ventana, allí las hermosas florecillas de la mansión habían florecido, y con sus delicados colores adornaban la casa, el niño cogió unas tijeras y cortó unas cuantas, luego dirigiéndose al comedor, dijo,
- Mama son para ti, de parte de Dios...
La madre las puso en el jarrón admirada de la belleza de las delicadas florecillas sin entender bien  a que se refería su hijo.

EL VENDEDOR AMBULANTE




Caminaba cansado arrastrando un viejo carro cargado con cacerolas y utensilios de cocina, también llevaba prendas femeninas, que según decían era el último grito en la ciudad, paños, cucharones y revistas colgaban con pinzas de las cuatro esquinas de la carreta.
La mula que lo arrastraba se había muerto por el camino, y el viejo propietario ambulante se había visto obligado a acarrear sus propiedades durante millas de terreno árido y estéril donde apenas había un árbol que diera sombra. Al final cayó desmayado, un hombre que pasaba por allí le atendió, había sufrido un infarto, y los esfuerzos del forastero por reanimarle fueron infructuosos, el moribundo dijo débilmente sus últimas palabras mientras le daba un papel.
El forastero se cambió su ropa, no era la adecuada para cargar tal carreta, se colocó un guardapolvos viejo y siguió su camino.
Llegaba a un pueblo, los sembrados de trigo estaban en todo su apogeo, destelleaban bajo el sol, un hombre cortaba la mies, el nuevo vendedor ambulante se dirigió al labriego.
- ¿Podrías ayudarme a transportar la carreta? Estoy muy cansado para cargar tanto peso durante tantas millas, te premiaré bien.
El otro se disculpó, - lo siento, pero ya ves como están los campos, tengo que darme prisa en recolectar el trigo antes de que se pierda la cosecha.
El mercader cogió su carreta y siguió caminando, llego a una alquería, una mujer fortachona y de muy buen ver tendía la ropa en el patio de la casa.
- Perdone buena mujer, pero ¿podría ayudarme a transportar el carro hasta el pueblo?, solo hasta que compre una buena mula...
- Lo siento buen hombre, pero tengo que amamantar a mi hijo y cuidar de las tareas domésticas.
El joven vendedor, contrito, asintió con la cabeza y siguió su camino arrastrando la vieja carreta.
Llego a las inmediaciones del pueblo, allí había un viejo sentado a la sombra de un roble masticando tabaco, el mercader repitió la pregunta, pero la contestación fue escueta, - Soy ya muy viejo para cargar pesos.
Entro en el pueblo, en la plaza una nube de chiquillos corrían y saltaban, estaban en la hora de recreo. ¿Podríais ayudarme?
Una voz le recriminó - ¿Cómo insinúa usted que unos niños tan pequeños trabajen llevando un peso tan grande? Niños, ¡volved a clase¡.
El forastero la preguntó. ¿Entonces usted me podría ayudar?
la vieja maestra chilló indignada. ¿Pero es que no sabe usted tratar a una señorita? ¡Sinverguenza!. - Y entró en la escuela farfullando.
Un hombre de aspecto ligeramente desaliñado, con mirada perdida y cabello cano se dirigió hacia él y se ofreció a ayudarle, era Pedro, el tonto del pueblo.
Vivía con su anciana madre en una casa a las afueras del pueblo y salía de casa solo para no verla sufrir, pues la buena mujer no veía futuro para su hijo cuando ella faltara, vivían de la pensión de su marido y esta era exigua, ¿qué sería de su hijo cuando ella muriera?
El hombre le preguntó, ¿acaso no tienes otras tareas que realizar?
- ¡Que va¡ nadie me da trabajo porque dicen que no valgo para nada y que soy tonto...
La gente se reía al paso de los dos hombres que arrastraban la carreta.
¡Mirad, es el loco¡ - gritaban a su paso.  Este agachaba la cabeza mientras continuaba arrastrándola con toda su fuerza, el mercader apretaba los labios conteniendo su rabia ante la falta de compasión de la gente de aquel lugar.
- ¿Dónde esta la iglesia? – pregunto a su compañero.
- En lo alto de la loma
- Llévame hasta ella...
El loco obedeció, el hombre le pagó unas cuantas monedas por su ayuda y dejó la carreta en la calle, abrió la iglesia y se cambió de ropa, luego dirigiéndose al patio la arrastró hasta el cobertizo.
Era domingo, la iglesia estaba llena de la gente del pueblo vestida con la ropa de los domingos, se habían esmerado mucho mas en su aspecto pues querían dar una buena imagen al nuevo párroco de la comarca, este salió a decir misa, allí estaba el labriego y la buena mujer, y el viejo y la maestra de los niños, y los que se habían reído de él... mientras su amigo, el tonto, le ayudaba a arrastrar el carro, en el último banco, marginado, como el publicano en el templo estaba este, con el sombrero entre las manos girándolo nerviosamente al reconocerle, su madre anciana permanecía a su lado.
El sacerdote, se presentó, soy el nuevo párroco, ya he conocido a algunos de mis nuevos feligreses, el otro día un hombre moribundo que se dirigía hacia aquí murió entre mis brazos y me dijo que diera sus pertenencias a quien juzgara que tenía caridad, me tomo las manos y me dijo padre usted es un buen samaritano quédeselas, y sino déselas a otro que sea digno de recibirlas y sacó un breve testamento firmado por el dueño de la carreta, diciendo, quien quiera verlo que se pase por la sacristía...
Dicho esto señalando al final de la iglesia, dijo, todos teneís demasiado trabajo para ser buenos samaritanos, así que el único que merece poseer la carreta y vender lo que hay en ella es el buen Pedro.
Pedro se encogió en su asiento, mientras los ojos de su madre resplandecían de vida por primera vez en mucho tiempo, ante la mirada atónita de los fieles congregados que no se atrevieron a murmurar nada pues reconocieron su propia falta de caridad.
A partir de ese momento el tonto del pueblo se convirtió en el buen Pedro que ofrecía sus mercancías a precio casi de coste, y como no tenía trabajo fijo, decidió dedicarse a esta labor comprando una mula con el dinero heredado.



La Barca


Hace ya muchos años... abandonada en la verde ribera de un río, bajo la sombra de un gran sauce llorón se encontraba una vieja barca, cuyo casco presentaba un enorme agujero.
Un buen día unos niños pasaron por allí para pescar unos peces con los que alimentar a sus familias, al verla se dijeron: podríamos pescar mejor si embarcaramos en ella, pero desistieron al ver el inmenso boquete que presentaba ésta.
La barca sufrió en su corazón, cuando escucho decir, - Es una barca vieja y rota. Echémosla al río y hundámosla, no sirve para nada.
La llenaron de piedras y la tiraron al río la barca rápidamente se hundió, La nave conoció entonces grandes temores en el abismo oscuro de las aguas, pasaron los meses y llegó una temporada de gran sequía, el nivel del agua disminuía por momentos, y la barca quedo a merced de la vista de algún que otro inoportuno, que comentaba.
- Mirad, una barca vieja, alguien que pensó que no servia para nada la hundió. La barca sintió unos fuertes deseos de llorar, lloró por ella el sauce que conocía su dolor, sus ramas crecieron aquel día varios centímetros, desparramándose por la tierra reseca que ya el agua no cubría.
Un buen día llegó un hombre atlético de anchas espaldas, se quedo de pie, parado, mirando la barquichuela, todavía mojada con los restos del agua empantanada y fangosa, producto de la sequía.
Esta, sintió sus suaves manos acariciar su casco e introducirlas en el profundo boquete, llamó a dos compañeros y les ordenó. ¡Llevadla al taller¡
Los dos hombres obedecieron y la barca con gran susto se vio alzada en volandas, ahora su herida sería vista por todo el mundo, ya no podría ocultar que no servía para nada, pudo con ella la vergüenza.
En el taller, el hombre que la había acariciado tomo unas herramientas y unas maderas, dibujo y tomó medidas, serró y encajó, la barca sé vió manipulada y sintió miedo de nuevo, ¿que estarían haciendo con ella?.
Un chiquillo entró, - ¡me ha dicho mi padre que arregles este arado, carpintero¡.
El hombre con un breve comentario contesto al chiquillo
- Dile a tu padre que lo tendrá la semana que viene.
- Esta bien Jesús.
La barca sintió como restregaban su casco, la estaban dando una capa de barniz.
El hombre, trabajador y silencioso comento, Ya estas terminada.
Al día siguiente llamo a los dos compañeros que le habían ayudado a transportarla a la carpintería.
Entre los tres la sumergieron en el río y la pusieron a flote, el joven carpintero llamado Jesús cogió unos remos y comenzó a navegar, la barca se sintió feliz, al ver que su calado era el de antaño, no se hundía, los otros dos hombres disfrutaban del paisaje e incluso cogieron unas cañas dispuestos a pescar, pasaron por delante del sauce llorón y este pareció sonreír acariciando con sus ramas el cauce del agua que había vuelto a crecer con las últimas lluvias torrenciales, el río se mecía acompasadamente y la barca se sintió plena, su corazón estaba nuevo, y aquel que lo había reparado, según oía decir a los dos discípulos era el mismísimo Dios.